EL NOMBRE DE TU PADRE
A Amaru, por existir.
Es cierto, ella siempre fue adelantada, todo lo hizo antes, y no sólo eso, lo hizo siempre mejor. De hecho, rápidamente, sin dejar de ser un bebé, aprendió a hablar. Y hablaba particularmente bien, muy claro. Recuerdo que cuando recién había cumplido un año tarareo parte del himno del Partido, sentí mucho orgullo, fue maravilloso, pero que nadie la escuché, por favor, me dije. ¿Te imaginas? En esa época no era un chiste cantar cualquier cosa por ahí, no faltaban –y no siguen faltando, tu sabes- los sapos.
Claro, si las cosas estaban particularmente complicadas por esos fríos días del Invierno de hace ya muchos años, éramos jóvenes y estábamos particularmente tristes ya que varios compañeros habían caído y muchos más seguirían cayendo, de verdad, te lo confieso, más de una vez pensé en irme de Chile, tomar mi cabra chica y salir como sea, recuerdo que me ofrecían mil maneras de hacerlo, pero pronto se me pasaban las ganas y me quedaba siempre por un tiempo nada más. Claro que me angustiaba ver a mi hija crecer aquí, y que las cosas en el país siguieran igual o peor, me inquietaba imaginar que ella iba a ser una niña que tendría que aprender a callar, como lo habíamos hecho todos durante ese tiempo, que no tendría apellido, que iba a tener que estar escondida junto a su padre a quien los compañeros y conocidos indistintamente llamaban Julio, José Miguel, Sebastián, y quien ejercía muchos oficios diversos: vendedor de libros puerta a puerta, gásfiter o albañil. Si, aunque sabemos que me resulta complicado cambiar una ampolleta, me las di de electricista, incluso, en una de varias anécdotas llegaron a mi casa los pacos, por recomendación de no recuerdo que vieja del barrio, para pedirme que arreglara una de sus radios, luego de que se me entibiara la transpiración, saqué un destornillador y revisé el aparato largamente, de verdad que no tenía idea como funcionaba, sólo veía cablecitos de colores y cosas que parecían ser transistores, pero vi uno suelto y lo apreté un poco, nada más hice, y el paco encendió la radio y –¡eureka!- la radio funcionó.
No quería esa vida para mi ni para ella, ni quería tener miedo que mi enana me dijera mi nombre, jugando, cuando se enojaba. Ya que cuando aparentaba enojarse conmigo dejaba de llamarme papá y me decía simplemente Carlos.
El tiempo fue pasando muy terriblemente, y pronto me encontré solo. Había perdido contacto con casi toda la gente y no faltó el que, pudiendo hacerlo, negó conocerme y, también pudiendo, pasó por la otra vereda. No era nada fácil, yo trabajaba a esa altura en las ferias vendiendo cachureos, y junto a mi hija, la única compañera leal, a la que se le fueron olvidando los tarareos revolucionarios de su primera infancia, y sólo le quedó en su cabecita el griterío de las ofertas de frutas y verduras, y las aburridas jornadas a pleno sol en una polvorienta calle de Conchalí.
Una tarde de fines de esos tiempos, cuando mi hija recién cumplía 2 años y medio, fuimos a la casa de Luis Bórquez en Recoleta, en El Salto, era una velada de compartir un pedazo de carne y unas cumbias que a enormes volúmenes disfrazarían nuestros diálogos esperados y casi ahogados sobre el trabajo del Partido, uno que otro intercambio de documentos, de cartas enviadas por los compañeros del exilio. Conversamos mucho aquel día, de todo, de lo poco que parece quedaba del infierno que vivíamos, cuando ya me retiraba Fernando me entregó su credencial de miembro de una iglesia Pentecostal, y me dijo que la usara, que yo era buscado, que en el camino a casa podía tener problemas y que dijera su nombre no más. La guardé en mi bolsillo y me retiré caminando por avenida El Salto cuando casi caía la noche. Llevaba a mi hija en brazos, presuroso, ella me hablaba de muchas cosas, de las hojas, que apenas colgaban de los árboles, yo advertí que deberíamos caminar más de lo creído. Cuando llegamos a Recoleta, la soledad era absoluta, y parece que hizo más frío y que la noche cayó terriblemente más rápido, y caminábamos sin soltarnos, ahora ambos en silencio, dejando ya en el olvido la grata jornada. Para tranquilizar a mi hija, le hablé cualquier cosa, que la luna era de ella, y que ya no lo era, lo que era una declaración de guerra y respondió, como esperaba, con otro acto de guerra y me llamó reiteradamente Carlos Veque. No pasó ni un segundo y vi venir hacía nosotros un vehículo con las luces altas, supe de inmediato que se trataba de una patrulla militar, en medio de esa oscuridad las luces del jeep eran todo, y mi hija con un silencio enorme pegada a mi. Los militares me rodearon.
-Tienes pinta de comunista, hueón- me dijo uno.
-A lo mejor es uno de los que buscamos- agregó otro.
- Ya, gil, conocemos el truquito de andar con cabros chicos pa librar- y comentó- ¿Cómo te llamai?
-Fernando- dije- Fernando Abarca
-No te creo- concluyó uno que estaba más alejado- Mayor- agregó mirando al que parecía a cargo del grupo– Este hueón se parece al comunista que buscamos en este sector…. el indio Carlos Neculhueque.
- ¡Que va a ser! –sentenció el superior- este tiene cara de indio pero está cagao de miedo.
Yo en silencio, lo mismo que ella que no paraba de mirar a los soldados. Me registraron completamente, revisaron mi carné de la iglesia. Y preguntaban cien, mil veces qué quién era yo y qué hacía allí. Yo insistía en que yo no era yo, curioso… no fue de cobarde, era muy necesario hacerlo así, que más explicación puede necesitar aquello.
-Jefe. Este es Necolhueque- insistió uno muy joven.
-Soy Fernando Abarca, señor- reiteré.
El superior me miró mucho. Dio vueltas alrededor mío.
-Mira, cabro –le dijo el superior al soldado- no quiero llegar la unidad con este gil y pasar una vergüenza creyendo que detuvimos al comunista ese y que resulte que no es. El bochorno puede significar que me quede a cargo de la sala cuna de la institución.
- Estoy seguro que es él- insistió- ¡deténgalo!.
- No señor- dije- no conozco a ese hombre. Yo soy Fernando Abarca. Me llamo Fernando, señor, Fernando.
- Yo decido si detenemos a este hombre- dijo desafiante el superior, quien agregó mirándome – dime la verdad hueón, ¿Te llamas Carlos?-
-No señor. MI nombre es Fernando. Le juro que me llamo Fernando.
El superior pensó un rato, mientras todos permanecían junto a mí fuertemente armados en la solitaria avenida.
-Ya, hombre- me dijo- ándate rapidito pa` la casa- concluyó.
Entonces los militares subieron al jeep, y echaron a andar el motor, anduvieron un poco, y alcancé a dar algunos nerviosos pasos, sólo unos segundos después el vehículo se devolvió veloz marcha atrás. Se detuvieron junto a mí, atravesándose en mi camino y desde arriba del vehículo el jefe del grupo saludó a mi hija amablemente, le consultó que si su papá era bueno y esas cosas, hasta que le preguntó – Mijita, ¿Cómo se llama su papito?
Como dije, hacía sólo unos instantes que ella me había dicho mi nombre de pila, reiteradamente, mientras jugábamos a enojarnos, pero ahora estaba tan callada como yo, de verdad sentí miedo, en ese momento mi hija debería entregarme, y si decía mi nombre, lo haría y ella nunca lo sabría, enhorabuena. El mismo militar que instantes antes parecía incrédulo se bajó del vehículo y se acercó ahora bastante más serio y ante el enorme silencio de ella, le repitió la pregunta. Mi hija era interrogada en una noche por una patrulla militar, todos nos miramos las caras con muchos nervios, pero de pronto una sonrisa tenue se esbozó en el rostro de mi pequeña, quién dijo
-Fenano… papá Fenano.
¿No es genial la cabra, hueón? ¡Es genial¡.
Santiago de Chile Noviembre de 2005.